«Fijaos, hermanos míos, es ese maldito espíritu de orgullo el que posee a los que desean ser elevados y llevar la dirección de los demás. Yo no sería capaz de expresar mejor ese deplorable estado más que diciendo que esas personas tienen al diablo en su cuerpo; porque el diablo es el padre del orgullo, del cual están ellos poseídos. Dios mío, cuando un espíritu perverso ha llegado a ese estado, ¡qué desgraciado es y cuán digno de compasión!… Fijaos, hermanos míos, en esa otra dificultad que hay para mantenerse en el mismo estado de virtud que se tenía antes de ocupar el cargo, y que pide trabajar incesantemente por anularse delante de Dios y mortificarse en todas las cosas. De lo contrario, es fácil que la preocupación y el ajetreo de los asuntos le distraigan de amar a Dios y de unirse a él por la oración y el retiro. ¡Ay! ¡Ya casi no le queda tiempo para pensar en sí mismo! Hoy le decía a un superior que me hablaba de algunos a quienes él destinaba a ciertos cargos: «¡Ay! le decía yo, los va a estropear usted; son almas muy unidas a Dios; y decaer de su perfección, es echarlo todo a perder». ¡Pero qué se le va a hacer! Se trata de un mal necesario. Lo peor de todo es lo que le he oído decir a uno de los hombres más santos que he conocido, el señor cardenal de Bérulle, y lo he experimentado hace mucho tiempo que sucede casi siempre, o sea, que ese estado de superior y de director es tan malo, que deja de suyo y por su naturaleza una malicia y una mancha villana y maldita; sí, hermanos míos, una malicia que infecta el alma y todas las facultades de un hombre, de forma que, fuera del cargo, le cuesta enormemente someter su propio juicio y encuentra defectos en todas las cosas. ¡Es una pena!¡Cuánto le cuesta luego tener que obedecer! En fin, sus palabras, sus gestos, su manera de andar y su actitud conservan siempre algo que denotan su suficiencia, a no ser que se trate de un hombre lleno de Dios. Pero creedme, hermanos, que hay muy pocos de estos; los cargos llevan de suyo a parar en aquello».
Sep 212008