Si os preguntase, hermanos míos, cuál es la virtud que más queréis, y si me lo preguntase a mí mismo, todos diríamos que es la humildad; pero si se nos preguntase: «¿Y cómo se encuentra usted respecto a ella? ¿Practica esta virtud?» No, me siento muy lejos de ella; me inclino a las acciones exteriores que me dan a conocer, deseo que me honren, quiero que me escuchen, peso mis palabras, modulo mis períodos, en una palabra, me gusta presumir» «Pero, ¿no sabe usted que eso es predicarse a sí mismo, y no a Jesucristo? ¿que eso es hacerse inútil al pueblo con esas elevadas predicaciones que se lleva el viento?» «Es verdad; pero es necesario que los demás me estimen». ¡Qué ceguera! ¡Qué desgracia! Padres, si quisiera la bondad de nuestro Señor sacarnos de esta práctica detestable y ponernos en la práctica de la santa humildad, si quisiera darnos esta gracia santificante de querer nuestro desprecio, ¡qué gran gracia sería esto, Dios mío! ¡cuánto deberíamos apreciarla!
           Es preciso confesar que todos sentimos un extraño atractivo hacia el vicio contrario y que hay en el hombre una fuerza secreta y muy poderosa del espíritu maligno que nos obliga, a pesar del conocimiento que tenemos de la belleza y de la santidad de la humildad, a que nos dejemos llevar por la violencia del orgullo. Pero, ¡Oh Salvador!, hermanos míos, ¿no va siendo ya tiempo de resistirla? El Hijo de Dios nos ha dicho que seamos humildes, y nos ha asegurado además: «El que se humille, será ensalzado». Se trata de una doctrina de salvación venida del cielo; ¿y no es acaso un prodigio y un motivo de extrañeza que creamos en la verdad de estas palabras, pero nos neguemos a buscar sus efectos?