Sep 242008
 

«Yo mismo puedo ponerme como testigo de esta verdad. Cuando todavía estaba en casa del señor general de las galeras, antes de que se fundase nuestra congregación, sucedió que, estando las galeras en Burdeos, me enviaron allá a tener una misión con los pobres condenados; así lo hice por medio de religiosos de diversas órdenes de aquella ciudad, dos en cada galera. Pues bien, antes de salir de París para aquel viaje, avisé a dos amigos míos de las órdenes que había recibido y les dije: «Amigos míos, me voy a trabajar cerca del lugar donde nací; no sé si sería oportuno que me diera una vuelta por mi casa». Así me lo aconsejaron los dos: «Vaya, padre, su presencia será un consuelo para los suyos; podrá hablarles de Dios, etcétera». La razón que tenía para dudar de ello es que había visto a varios buenos eclesiásticos que durante algún tiempo habían estado haciendo cosas maravillosas fuera de su país y que, después de haber ido a ver a sus padres, volvieron muy cambiados y ya no sabían hacer nada útil a la gente; se entregaban por entero a sus asuntos familiares; todos sus pensamientos se dirigían allá, en vez de dedicarse a sus obras habituales, prescindiendo de la sangre y de la naturaleza. Tengo miedo, me decía, de apegarme de esta misma forma a mis parientes. En efecto, después de pasar ocho o diez días con ellos para hablarles del camino de su salvación y apartarles del deseo de poseer bienes, hasta decirles que no esperasen nada de mí, pues aunque tuviese cofres de oro y de plata no les daría nada, ya que un eclesiástico que posee alguna cosa, se la debe a Dios y a ]os pobres, el día de mi partida sentí tanto dolor al dejar a mis pobres parientes que no hice más que llorar durante todo el camino, derramando lágrimas casi sin cesar. Tras estas lágrimas me entró el deseo de ayudarles a que mejorasen de situación, de darles a éste esto y aquello al otro. De este modo, mi espíritu enternecido les repartía lo que tenía y lo que no tenía; lo digo para confusión mía y porque quizás Dios permitió esto para darme a conocer mejor la importancia del consejo evangélico del que estamos hablando. Estuve tres meses con esta pasión importuna de mejorar la suerte de mis hermanos y hermanas; era un peso continuo en mi pobre espíritu. En medio de todo esto, cuando me veía un poco más libre, le pedía a Dios que me librase de esta tentación; se lo pedí tanto, que finalmente tuvo compasión de mí; me quitó estos cariños por mis parientes; y aunque andaban pidiendo limosna, y todavía andan lo mismo, me ha concedido la gracia de confiarlos a su providencia y de tenerlos por más felices que si hubieran estado en buen acomodo».

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