SANTA CATALINA DE SIENA
Tiene algo de increíble la vida de esta mujer, que vivió sólo 33 años, y sin contar con ningún tipo de preparación, desempeñó un papel de primer plano en la iglesia de su tiempo, convirtiéndose en una de las fuentes teológicas más brillantes dentro de la doctrina católica. El secreto de su personalidad excepcional era el fuego interior que la consumía: la pasión por Cristo y por la Iglesia.
A Catalina, en cuyo corazón ardía ese fuego, la situación de la cristiandad en ese período difícil de la segunda mitad del siglo XIV, cargado de guerras internas, le parecía insoportable. Consideraba una desgracia que el Papa estuviera lejos de Roma, su sede natural. Le parecía escandaloso que algunos príncipes cristianos no lograran vivir en paz entre sí.
Por eso se hizo mensajera de la paz. Personalmente y por medio de cartas, se empeñó en reconciliar al Papa con sus adversarios. Su palabra ardiente corría en todas las direcciones. Era una palabra de timbre materno, caracterizada por una firmeza intrépida y una dulzura persuasiva. Alrededor de ella sucedía algo que parecía humanamente imposible: se ablandaba la dureza de los corazones, y todos volvían a gustar la alegría de familias o de comunidades enteras reconciliadas en la paz.
La experiencia de Catalina de Siena es un caso ejemplar. Son muy conocidas las emotivas palabras con las que se dirigía al Papa Gregorio XI para alentarlo a hacerse promotor de la paz entre los cristianos: «Â¡Paz, paz, paz, mi dulce padre, y no más guerra!». Palabras parecidas a éstas escribía a soberanos y príncipes, y no dudaba en emprender también difíciles viajes para despertar en los contendientes sentimientos de reconciliación.
Durante su corta vida convirtió a muchos, de diferentes edades y clases, a una auténtica vida cristiana. Quienes la conocían sabían que sólo tenían que presentarle a un pecador para que quedara transformado por su sencilla pero profunda caridad, así como por su corazón y personalidad.
A pesar de ser una mujer sencilla, que no sabía leer ni escribir, su prestigio era tan grande que el Papa y los hombres más prestigiosos escuchaban sus consejos con el mayor respeto y en cierto modo la reconocían como una especie de mediadora diplomática. Gracias a sus exhortaciones el Papa Gregorio XI decidió abandonar Avignón para siempre con lo cual el papado pudo regresar definitivamente a Roma después de más de 60 años de ausencia.
En 1970 el papa Pablo VI la proclamó doctora de la Iglesia por su gran aporte a la doctrina católica.