La crucifixión en el evangelio de Juan es narrada a través de una serie de escenas cortas, algunas de ellas similares a la de los otros evangelistas, pero conteniendo una teología muy peculiar. En primer lugar, no aparece Simón de Cirene. Es Jesús mismo quien carga con la cruz (19,17). «Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente» (10,18). Los cuatro evangelios mencionan el letrero sobre la cruz, pero en Juan es más que un simple letrero. Es una solemne proclamación. Pilato había presentado a Jesús a su pueblo como rey (19,14) y había sido rechazado (19,16). Ahora, en las tres lenguas del imperio, hebreo, latín y griego (19,20), Pilato reafirma la realeza de Jesús y lo hace con toda la precisión legal de la normativa del imperio romano: «Lo que he escrito, lo he escrito» (19,22). A pesar del rechazo de los jefes religiosos de Israel, un representante del más grande poder sobre la tierra, ha reconocido que Jesús es rey.
Los otros evangelios hablan implícitamente del reparto de los vestidos de Jesús a partir del salmo 22,19. Juan lo hace citando explícitamente el salmo y anota una peculiaridad: la túnica era sin costura (19,23). Algunos han visto una alusión a la túnica sin costuras del Sumo Sacerdote, según la describe Flavio Josefo. Otros, y quizás sea esta la interpretación más acorde con la teología de Juan, han visto en ella un símbolo de unidad. Ya en el Antiguo Testamento el partir los vestidos simbolizaba división, como en 1Re 11,29-31 queda simbolizada la división de la monarquía. En Juan, la túnica sin costuras, simboliza al pueblo de Dios que en torno a Jesús está sin división alguna. De hecho, Juan había señalado antes de la crucifixión que «se originó una disensión entre la gente a causa de él» (7,43; cf. 9,16; 10,19) y nos da una clave interpretativa de su muerte: «Jesús iba a morir por la nación -y no sólo por la nación-, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. La túnica sin costuras es, pues, símbolo del Pueblo Nuevo congregado en torno a la cruz de Jesús. Y esto que aquí queda expresado simbólicamente, a continuación aparece encarnado en algunas personas concretas, pero que juegan también una función simbólica especial.
Junto a la cruz de Jesús aparece congregada simbólicamente la Iglesia (19,25-27) sobre todo en la persona de «su Madre» y en «el discípulo a quien amaba». Son personas reales, pero que interesan al evangelista principalmente no en su identidad histórica, sino como «personalidades corporativas», a nivel simbólico. Su Madre es figura de Sión, lo mejor del pueblo de Dios (cf. Is 66,8-9 donde Sión-Jerusalén aparece engendrando a sus hijos). Y el discípulo es figura del creyente, «el discípulo a quien Jesús ama». Al pie de la cruz nace la nueva familia de Jesús, «su Madre y sus hermanos» (cf. Mc 3,31-35), «aquellos que hacen la voluntad del Padre». El discípulo acoge a la Madre de Jesús como algo suyo. «Desde aquella hora, el discípulo la acogió entre sus pertenencias» (literalmente en griego: en ta ídia, que es más que «en su casa»). La Madre del Señor pasa a ser parte del tesoro más preciado del discípulo creyente. Así, al pie de la cruz, asistimos al nacimiento de la Iglesia en Juan.
En los sinópticos le acercan a Jesús la esponja con una caña. En cambio, en Juan, con un «hisopo» (19,29), que recuerda Ex 12,22 donde con un hisopo se roció la sangre del Cordero sobre las casas de los israelitas. Además fue sentenciado a muerte hacia la hora sexta del día de la Preparación (19,14), la misma hora en que en la víspera de la Pascua los sacerdotes comenzaban a degollar los corderos pascuales en el Templo. Además no le quiebran ningún hueso (cf. Ex 12,10). No muere como en los sinópticos. Es una muerte solemne: «E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (19,30). Entregó totalmente la vida, por una parte. Y por otra, entregó el Espíritu, fuente de la vida, que nos llevará hacia la verdad completa (cf. 16,13). Para Juan aquí, en la cruz, ocurre la glorificación de Jesús. No hay que esperar Pentecostés, como en Lucas. En la cruz Jesús es glorificado y brota el Espíritu, que antes no había «pues Jesús todavía no había sido glorificado» (Jn 7,39). El Espíritu es donado a aquellos que simbolizan y forman la Iglesia, su Madre y el discípulo amado.
A diferencia de los sinópticos no ocurren signos cósmicos especiales al morir Jesús. Todo se centra en su cuerpo glorificado, verdadero santuario (cf. Jn 2,21: «él hablaba del santuario de su cuerpo»). Por eso, de su cuerpo brota «sangre y agua» (19,34). La sangre y el agua, en primer lugar, aluden al paso de Jesús de este mundo (sangre) al Padre a través de la glorificación (agua) (cf. 12,23; 13,1). Pero también hay que ver aquí una alusión a aquellas dos realidades por las cuales Cristo glorificado dona el Espíritu a la Comunidad: el bautismo («nacer del agua y espíritu»: Jn 3) y la eucaristía («quien no come mi carne y no bebe mi sangre»: Jn 6). Como ya había anunciado Juan: «de su seno correrían ríos de agua viva» (7,38) vivificando a «todos los que creyeran en él», formando la comunidad que nacía al pie de la cruz.