Jesús de las Heras Muela
Si todos los años sigo con especial atención e interés, la Semana Santa del Vaticano, la Semana Santa del Papa, en esta ocasión, la atención y el interés eran más obligados –gozosamente obligados- que otras ocasiones al tratarse de la primera Pascua de un nuevo Papa, del Papa Francisco.
He leído varias veces los textos de sus homilías y alocuciones, he seguido sus gestos –el Papa Francisco habla tanto o más con gestos que con palabras…-, se me han quedado clavadas algunas de sus frases y de sus signos y he vuelto a comprobar lo que me sucedió en la atardecida romana y lluviosa del miércoles 13 de marzo, cuando, en torno a las ocho y media de la tarde, el nuevo Papa salía a saludar y a bendecir -y… a ser bendecido- desde el balcón central de la basílica vaticana.
Que ¿qué es lo que he vuelto a comprobar? Que el Papa Francisco es un Papa que emociona, que es un Papa cercano, sencillo austero –hasta pobre-, libre y con personalidad propia, un Papa que emociona, que lleva al corazón y que llega al corazón.
El Papa que nos enardecía, el Papa que nos iluminaba
Durante los veintisiete inolvidables y apasionantes años del Papa Juan Pablo II supimos que estábamos ante un gigante, ante un torrente, ante un huracán, ante un ciclón, ante un hombre proverbial y providencial. Juan Pablo II fue el Papa que nos enardecía, que nos movilizaba, que nos espoleaba. Era –incluso en los años finales de su postración tan dolorosa- el atleta de Dios. Fue el Papa misionero por excelencia.
Con el nos menos querido Benedicto XVI, durante casi ocho magníficos y luminosos años –aun medio de las tormentas y precisamente en medio de ellas-, sentía que nos hallábamos ante el Papa maestro, ante el Papa catequista, ante el Papa teólogo, ante el Papa de la palabra. Era, ha sido, el Papa que nos iluminaba y hasta deslumbraba, el Papa que nos aleccionaba y enseñaba, que confortaba con primor y con quilates nuestra fe, el Papa de las seguridades, el Papa que nos hablaba a la razón y que quería –fiel a lo que es la teología: la fe que busca la inteligencia- entablar un diálogo con nuestra inteligencia, para iluminarla y ponerla en fecunda y armoniosa relación con la fe.
El Papa que nos emociona
De estas tres semanas del Papa Francisco, me quedó con su capacidad de emocionar, con su singular estilo comunicativo, con su torrentera de gestos y de signos y la coherencia con lo que luego vive aquello que predica de este singular modo gestual. Ya he dicho que me emocionó el miércoles 13 de marzo cuando se inclinó, casi postrado, impetrando la bendición del pueblo sobre su pastor. Me emocionó su frescura comunicativa en el encuentro con los periodistas, el sábado 16 de marzo. Me conmovió su manera de explicar y transmitir el Evangelio en sus primeras homilías de los días 14, 17 y 19 de marzo. Veía en él al párroco bueno y celoso que no sabe cómo ingeniárselas, con convicción, con corazón y con persuasión y en los lenguajes y situaciones más próximos y cotidianos, para transmitir a sus feligreses las verdades capitales de nuestra fe y cómo nuestro Dios, el Dios de Jesucristo, es, ante todo y sobre todo, paciencia, bondad, belleza, ternura, perdón, misericordia, amor. Y cómo nada necesitamos más que a Dios y a su Evangelio y a su Pascua. Y que hemos de servir a este Dios en los pobres y necesitados.
Me conmovió oírle hablar de la cruz –a todas las horas y en todos los contextos y singularmente hermosa fue su alocución sobre la palabra del silencio de Dios, sobre la palabra de la cruz, tras el Vía Crucis del Coliseo Romano en la noche del Viernes Santo- y casi experimentar que nos estaba hablando de su propia cruz… y de mi propia cruz…
Me gustó su estilo directo, sencillo, cercano, coloquial, propositivo al dirigirse a los jóvenes en la misa del Domingo de Ramos, renovada convocatoria para la JMJ 2013 Río de Janeiro.
¡Y cómo no emocionarnos al verle y al oírle en el penal de menores Casal del Marmo, en las afueras de Roma! Sabía, sé que escenas como aquellas tienen lugar todos los Jueves Santo durante el lavatorio de los pies de las misas de la Cena del Señor. Sabía y sé que nuestros capellanes y voluntarios de cárceles, de hospitales y de residencias de ancianos realizan diariamente gestos de esta naturaleza. Sabía y sé que el obispo Bergoglio se ha acercado cada Jueves Santo en Buenos Aires a instituciones de este cariz y ha hecho lo propio. Lo sabía, sí, y lo sé. Y también sé que me emocionaron las palabras, los gestos y las caricias del Papa, tan espléndida y verazmente el pasado Jueves Santo Dulce Cristo en la tierra.
Unas horas antes, aquel mismo día del Jueves Santo, su homilía en la Misa Crismal se me quedó grabada, interpeladoramente grabada. Cuando leí y escuché su frase “sed pastores con olor a oveja” me quedé parado, conmovido interrogado. Y pensé y me interrogué: “¿Quiere decir el Papa, quiere decirnos el Papa a los sacerdotes, lo que estoy entendiendo que nos está diciendo?”. Sí, “sed pastores con olor a oveja”, “sed –esto lo digo…- cristianos con olor a humanidad”. O al hablarnos de las vestiduras sagradas del sacerdote, en concreto de la casulla: “El sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que le ha sido encomendado, y llevando sus nombres grabados en el corazón. ¡Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre nuestros hombros y en nuestro corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son muchos!”. O sus reflexiones sobre cómo han de ser nuestras homilías: “Nuestra gente agradece el Evangelio predicado con unción; da las gracias cuando el Evangelio que predicamos llega a su vida diaria, cuando baja, como el ungüento de Aarón, hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límite, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. La gente nos da las gracias porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida diaria, con sus penas y sus alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando percibe que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través de nosotros, se anima a confiarnos todo lo que quiere que llegue al Señor: «Rece por mí, padre, porque tengo este problema…», «bendígame, padre», «rece por mí», son la señal de que la unción llegó a la franja del manto, porque se convierte en súplica, en súplica del Pueblo de Dios”.
O el consejo que les dio a unos sacerdotes con los que comió el Jueves Santo al pedirles que mantuvieran abiertas las puertas de las iglesias y encendida la luz del confesonario.
¡La misericordia de Dios vence siempre!
Sus palabras sobre la Pascua, tanto en la vigilia pascual como en el mensaje “urbi et orbi”, fueron también palabras de corazón, palabras claras y verdaderas, sentidas e inteligibles, necesarias y hasta apremiantes. “¡Jesús ha resucitado, hay esperanza para ti, ya no estás bajo el dominio del pecado, del mal! ¡Ha vencido el amor, ha vencido la misericordia! ¡La misericordia de Dios vence siempre!”. “¿Qué significa que Jesús ha resucitado? Significa que el amor de Dios es más fuerte que el mal y que la muerte misma; significa que el amor de Dios puede transformar nuestra vida y hacer florecer esas zonas de desierto que hay en nuestro corazón. ¡Y esto lo puede hacer el amor de Dios!”. Y esto lo puede hacer el amor de los seguidores de Dios, el amor de los cristianos.
Hombre y creyente profundamente religioso, el Papa Francisco es también hombre profundamente humano. Sus palabras y sus gestos destilan un armonioso equilibrio entre la dimensión vertical y trascendente de la vida de la fe –la mirada a Dios- con la dimensión horizontal y comprometida de esta misma vida de fe. Quiere una Iglesia pobre y para los pobres como expresión, concreción y exigencia de la primera de las Bienaventuranzas y del estilo de vida del Pobre de Nazaret. Y los pobres y los que sufren están presentes en su corazón, en sus palabras, en sus gestos y en su talante no como algo impostado, como algo fruto del marketing o de lo pueda sonar bien a los oídos de lo culturalmente y populistamente correcto, sino respuesta a una demanda capital del Evangelio. Si el padre Bergoglio, si el cardenal-arzobispo de Buenos Aires, fue el obispo de las villas y los suburbios, el Papa Francisco es ya el Papa de las periferias. Es el Papa que nos pide salir de nosotros mismos. El Papa que no quiere una Iglesia encantada de conocerse, sino decididamente abierta al don, a la misión, a la ternura, a la misericordia, al amor. Una Iglesia, en suma, samaritana y para los demás.
Por ello, por todo ello, Francisco está siendo el Papa que llega al corazón, el Papa que emociona. Dicho sea todo esto y lo anterior, sin restar ni un ápice de grandeza y de admiración al servicio impagable de sus antecesores. Porque Dios, el Señor de la Iglesia, nos gobierna y nos guía a través de instrumentos como ellos y con y como todos los que conformamos su Pueblo Santo.